Atentado terrorista suicida en Pakistán, agresiones a dirigentes políticos por la extrema izquierda en España, una posible nueva guerra civil por culpa del secesionismo kosovar, el mundo sigue sin hacer caso al campo de refugiados de Darfur, sucesión de dramas humanos de escaso interes informativo pero alta carga morbosa en los telediarios, un barco hundido en Algeciras derramando petróleo y Nunca Mais se supo de Nunca Mais,...
STOP
Apago la televisión. Respiro profundamente, una, dos veces, y cierro los ojos. Me privo voluntariamente y por unos instantes de la vista, la tengo sobrecargada de sangre, odio y crispación. Vacío mi memoria visual y, poco a poco, comienzo a ser consciente de la lluvia allá afuera.
Lo primero que veo son las gotas contra el cristal, deslizándose erráticamente, pero siempre hacia abajo. A veces, en su viaje, se paran un instante delante de mí, como pensándose si continuar su camino hasta el marco de la ventana, pero pronto toman la decisión de seguir como sus compañeras.
Miro un poco más allá. Veo las ramas de los pinos agitándose, mecidas por el viento que las refresca después de un invierno tan seco. Sus hojas puntiagudas y perennes son el trampolín perfecto para las gotas de agua que, perezosas, se acumulan en la punta de las mismas, aguardando a alguna que otra de su misma especie con la que saltar al vacío. Y de fondo, el cielo gris resalta las figuras, generando un contraste entre nostálgico y sombrío, y pienso que los pinos, las nubes, el agua,... con todo lo que llevan en este planeta, están cansados de ver de lo malo que es capaz el ser humano, y sigo pensando que tal vez esas gotas que se deslizan sobre las acículas de las coníferas, sobre el vidrio de mi ventana, no son otra cosa que las lágrimas de la Tierra que llora por nosotros.
Porque yo he visto las noticias, pero la Tierra las siente.