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Tratado de la introversión de un extrovertido
jueves, 19 de julio de 2007

Sentado en la fría piedra del foso, el gladiador miraba el dibujo que su espada hacía en la arena, esa arena teñida de sangre de otros gladiadores que, como él, habían estado sentados en esa misma piedra, indiferente a sus dramas, fría como la eternidad.

El combatiente dibujaba dos ondulaciones, quién sabe si simulando el mar que se podía ver desde lo que otrora fue su casa, o las montañas de su villa natal antes de ser capturado por los tratantes de esclavos y vendido al peso como un cordero.

No miraba a nadie, no tenía a nadie que mirar. Si alzaba la vista vería a los que se sentaban frente a él en otras piedras tan gélidas como la suya, aquellos que nunca podrían ser sus amigos; ni siquiera podía esperar compasión o ira en sus ojos, solamente esa sorda sensación de tener que matar y morir por una causa que no es la suya, por gente que no es su gente.

Y creía el luchador que una idea no podía ser asesinada, que la libertad perduraría, que eso le había mantenido vivo hasta hoy. Pero ahora, cuando el sudor de la muerte estaba a escasa distancia de él y podía asegurar, a ciencia cierta, que lo único que duele es el miedo, sus principios empezaban a desmoronarse.

Alguien gritó su nombre. Como otras tantas veces se puso en pie, y comenzó a caminar por la rampa pedregosa hasta esa luz deslumbrante que sabía perfectamente a dónde le llevaba. Y, del lúgubre silencio del foso, pasó al enloquecedor clamor de la arena principal del coliseo, donde decenas de miles de personas pedían su muerte sin haberse cruzado jamás con él, sin conocerle de nada, sólo por disfrute.

Miró al cielo, y se preguntó si todo iba a ser así, si iba a acabar de esta manera, sin un destino mayor esperándole, como un ternero en manos del pastor; y entonces, la desesperación dio paso a la ira, ira resultado de la impotencia de no poder controlar su destino más que a través de la sangre derramada de su adversario, un egipcio armado con una red y un tridente. Y, tras la ira, una vez superado el miedo y la desesperanza, simplemente deseo que todo terminara. No lucharía por su familia muerta a manos de los legionarios aquella mañana neblinosa, tampoco lucharía por su vida, ni por supuesto por el César. No, lucharía porque era lo único que le quedaba para sentirse vivo, evitar las lanzadas del rival era su única manera de decir no, ni aquí ni ahora.

Y, como otras tantas veces, se dirigió con paso firme hacia su adversario consciente de que era tan insignificante su existencia, que todo lo que él había pensado posiblemente estuviera en la mente del que le esperaba unos pasos más allá, tridente en ristre. Y que, en el mejor de los casos, solamente uno de ellos seguiría pensándolo esa noche.
 
posted by Sam at 5:26 p. m. |


2 Comments:


At dom jul 22, 03:33:00 p. m., Anonymous Anónimo

¿Por qué hay tantas historias en las que sólo puede sobrevivir uno?

 

At lun jul 30, 12:45:00 a. m., Blogger XiMeNiTa

holita ley de guerreros, ley de sangre jijiji uuy que trágico & ameno. Saludillos hombre :>