Madrid es una ciudad neutra, con tendencia a la agresividad: atascos, prisas,... tiene todo lo que odio de una gran ciudad. Para la gente que, como yo, se ha criado en pequeñas ciudades, Madrid llega a resultar inhóspito.
Hay una cosa de Madrid que me supera. Una vez aposté que si me tumbaba justo en la salida de unas escaleras mecánicas del metro y no me movía, la gente me pasaría por encima, saltándome o pisándome, pero casi ninguno se detendría a preguntarme si estoy bien.
Gané.
Hoy venía paseando y vi a una señora con su barra de pan y su perro, esperando para cruzar uno de los tantos pasos de peatones sin semáforo. Era una señora totalmente normal. Me llamó la atención la correa de su perro, un tanto especial: era un perro lazarillo.
Una vez, en otra ciudad, intenté ayudar a un ciego a cruzar la calle diciéndole que podía cruzar con el semáforo en verde cuando no venían coches. Un desaprensivo casi lo atropella, le llevó el bastón por delante. No lo vi venir.
En esta ocasión me vino inmediatamente esa imagen: yo quería ayudar, pero no sabía cómo. Muchas veces queremos ayudar y, con la excusa de no saber cómo, nos quedamos mirando como vacas al tren. La gente pasaba a su lado, sin más. Todos veían lo que yo veía, pero a veces no hay peor ciego que el que no quiere ver. Bien, pues yo cogí del brazo a la señora, con suavidad pero con firmeza, y sin perdirla permiso para que supiera que me dirigía a ella la dije "¿la ayudo a cruzar?". Fue muy sencillo, el resto, simplemente, ocurrió. Inicié la marcha pasando delante para que los coches se parasen, le dije cuidado con ese bordillo, hay dos vallas de obras y un socavón aquí y allá,... y, la señora, me dijo "muchas gracias, bonito". Viniendo de ella, me llegó. Bonito.
Quizá hoy he conseguido romper una tendencia. Quizá hoy he empezado a aprender del pasado y he dejado de ir abriendo nuevos caminos sin ton ni son. Quizá si me lo pensase menos y me lanzase más, sería más feliz.
Bonito... sí, lo fue.