En cierta medida, mi vida ha sido una constante superación del fracaso. Podemos decir que he triunfado en tantos aspectos como en otros he fracasado y nunca fui totalmente culpable de mis errores ni tuve todo el mérito de mis aciertos. Soy una persona sin apellidos famosos, procedente de una familia modesta.
Posiblemente me viene de parte de madre lo trabajador que soy. Siempre me he levantado antes que el sol y me he acostado después de un buen porrón de horas, asumiéndolo como algo normal. Pero creo que fue al inicio de mis estudios universitarios cuando me di cuenta de que en la vida hay dos formas de conseguir las cosas: ganándoselas o pagando por ellas. Pues bien, es tradición familiar ganarse las cosas, quizá porque nunca pudimos pagar por ellas, quizá no.
Efectivamente, fue en mis años universitarios cuando me di de morros con la gélida realidad de que, por mucho que me esforzara, nunca sería tan bueno sobre el papel (que es lo que cuenta) como aquellos bien conectados, aquellos que perdían su personalidad para dar gusto al profesorado, aquellos hijos de papá o mamá (o de otra cosa que se me ocurre ahora mismo) que daban lugar a que todo mi trabajo no sirviese de nada. De algún modo, parte del sistema corrupto que corroe las entrañas de la sociedad actual: su único mérito era ser.
Y así han ido pasando los años. Creo que si hay algo que de verdad me jode, me saca de mis casillas y me da vueltas de campana al estómago es que alguien, cuyo único mérito es ser, tire por la borda todo mi esfuerzo -esfuerzo que he de realizar por el simple hecho de no ser- para conseguir algo. Y, sinceramente, el regusto que me queda en la boca es bastante amargo, sabe a derrota, y me hace dudar de mis propias capacidades. Cuando menos, resulta tremendamente injusto.
Aunque en mi familia sea tradición levantarse una y otra vez para superar las adversidades.