En el cole era el mejor de mi clase, en el instituto también. Me saqué el carné de conducir un día después de cumplir dieciocho años. Tuve que ser el hombre de la casa desde los cuatro años. Mi profesor de artes marciales, mi profesor de tenis, mi entrenador de fútbol siempre me decían que tenía un gran potencial para ese deporte, unas perfectas cualidades. Mi expediente universitario nunca fue el mejor, pero terminé una licenciatura en cuatro años exactos, a pesar de que el primer año suspendiera más de la mitad de las asignaturas y no me recuperara hasta tercero. Creo que en ese curso tuve unos ciento y pico créditos, no está mal, pero podía estudiarme un examen en dos días si no dormía. Fui el primero de mis amigos en encontrar trabajo "de lo nuestro", aunque me pagasen 600 euros al mes y estuviese trabajando en el extranjero; aprobé una oposición de cinco plazas como número uno, y fui el más joven de mi delegación, formada por más de mil personas. Me enfrento cada día a un sistema arcaico que aplica la máxima de Mao: "Al clavo que sobresale, se le amartilla con más fuerza".
JASP, que se dice.
El tiempo ha pasado. Ya no soy aquel adolescente de melena idealista, me he vuelto más materialista y desconfiado, más sabio pero también más dolido por las cicatrices que se han ido formando en mi vida. La edad que se deduce de mi DNI no es la que aparento. Doy respeto a primera vista, caigo bien a segunda porque sé escuchar, o al menos lo aparento. Ya es más de lo que te puedes esperar de la mayoría.
Ya no soy el más joven de mi profesión, ni de mi gimnasio, pero sigo planteándome retos día sí y día también. Como ayer. Me senté en la playa a observar esa formación rocosa a trescientos metros a la que nunca me había atrevido a ir. Yo sabía que podía nadar hasta allí, en la piscina suelo nadar unos dos kilómetros sin fatigarme. No, lo que me daba miedo era la incertidumbre de que algo me tocara, una medusa, un pez, un tiburón... Calenté las articulaciones de brazos, también el cuello. Y me metí al agua, con decisión, un pie, el otro, y comencé a caminar hacia la barrera de piedras con determinación, hasta que dejé de tocar el suelo con las plantas de mis pies.
Nadé. Incierto. En diagonal para evitar las corrientes y que las olas me rompieran en la cara. Con la cabeza recta sobre el agua para que la sal no me cegara. Estaba nervioso, me estaba enfrentando a uno de mis miedos, yo solo, sin socorristas cercanos, sin nadie desde la orilla que pidiera ayuda si algo iba mal. Tal y como me ha ocurrido durante toda la vida. Me enfrenté a la idea de darme la vuelta, pero no, ahora no, ya estaba tan cerca...
Llegué a la barrera, no podía ser de otra manera. Durante mi vida siempre he sufrido mucho pero he conseguido lo que me proponía, al menos casi siempre, y en unos planos mucho más que en otros. Me puse de pie sobre las rocas y miré al océano, cómo se perdía ante mis ojos. Me giré y vi la playa a trescientos metros, pero en el otro sentido, como el que divisa el valle desde la cima. Me senté en aquel islote de dos metros cuadrados y estuve un rato hablando con el mar, haciendo lo que mejor sé, mirar en silencio con atención esperando a que surjan las respuestas. Respiré hondo, y me volví.
Sigo tan acojonado como antes de intentarlo, pero ahora sé que ese miedo no me va a paralizar, que una vez más me he superado. Porque no se trata de medir hazañas, sino de enfrentarte a tus miedos. Esa es la auténtica superación. Y mientras otros se preguntan cómo se verá el mundo desde allí, yo ya tengo esa respuesta, y no se la pienso decir a nadie. El que quiera verlo, ya sabe.