Llevo cinco días totalmente en blanco. No es por falta de ideas, es que se me ha ido toda la fuerza que necesito para golpear las teclas del ordenador. La ira que solía reconducir escribiendo se disipa cada noche como un embalse que abre sus esclusas y la musa, lejos de dejar de inspirarme, me empieza a enajenar hasta el punto de hacerme perder la noción del tiempo y del espacio. No importa cuánto ni dónde, es como si aquel conjunto de trozos de hierro, plástico y cables fuese una burbuja atemporal, donde dentro el tiempo se detiene pero fuera sigue transcurriendo, cruelmente veloz, recordándomelo cada vez que miro mis ojeras ante el espejo.
Y me quedo indefenso como un bebé, exponiéndome por primera vez en mucho tiempo, y también tengo miedo de que me vayan atando hilos invisibles en las manos y en los pies, para acabar convirtiéndome en una marioneta sin personalidad, pero al mismo tiempo creo que al intentar hacer bien me lo estoy haciendo a mí mismo. Esto es desconcertante, cuando menos.
Pero el sol sigue brillando después del amanecer.