El caballero, arrodillado, observa como hormigas a la multitud que fluye decenas de pisos más abajo. Mira atentamente a esa pareja de novios que se comen a besos en aquel rincón, a la señora que pasea a ese niño de gorro rosa en un carrito, al señor con su pipa y su perro atado con correa. Comprueba una y otra vez que todo transcurre con normalidad, como un ángel al que nadie puede ver, como un alma a la que nadie puede tocar.
Su vida es su promesa; su juramento, su causa. Nadie le dijo que viviría en soledad, nadie le comentó que no le agradecerían sus noches en vela, su esfuerzo para mejorar por ellos, su tiempo entregado a una sociedad egoísta y cruel. Y se pregunta si los demás lo hubieran hecho por él. Es más, se pregunta quién vigila al vigilante, mientras salta de terraza en terraza, como un ser alado surgido de alguna arcaica mitología. Y se desespera al pensar que, con todo su esfuerzo y dedicación, nunca podrá evitar todo el dolor que el ser humano causa, puesto que está en su propia condición.
El caballero se despierta empapado en su cama, bañado en su propio sudor. No, no era una pesadilla, la pesadilla comienza ahora, al comprobar como, tras la neblina del sueño, su poder, si acaso alguna vez ha existido, se pierde en los brazos de Morfeo. La consciencia de su mortalidad le oprime el pecho, le corta la respiración y, jadeando, se incorpora de la cama pensando una vez más que, por desgracia, sólo con códigos de honor poco sufrimiento podrá ahorrar.