No suelo escribir para nadie en particular o, lo que es lo mismo, también puedo transmitir la misma idea diciendo que escribo para todos los que me dedican unos minutos de su tiempo. Pero hoy es distinto, hoy voy a contarte una historia triste, un relato de despedidas y de hipótéticos futuros que nunca llegaron a ser nada más que pasados frustrados.
B. ha perdido un amigo en un accidente de tráfico. Lo repentino de la pérdida muchas veces no nos permite asimilar el dolor hasta tiempo después. Te pasará eso con toda probabilidad. Alguno puede pensar, bueno, un amigo no es un familiar, y yo le puedo contestar que todo depende de lo unido que te encuentres a esa persona, de la relación que se haya mantenido: hay gente que lloraría más por perder a un amigo que a un padre, no todas las familias son perfectas y la moda del divorcio cada 33 segundos o de la violencia en la pareja no se inició hace cinco años.
La vida es un ciclo, pero eso no hace menos dolorosa la pérdida. Lo que nos puede afectar sólo lo sabemos nosotros, y a veces ni eso. Muchas veces, en el tanatorio, en el cementerio, en los días siguientes al fallecimiento la gente te pregunta si era muy mayor, si lo esperabas,... pero poca gente te pregunta sobre cómo te sientes, se olvidan de que él o ella ya no están y que los que necesitan ayuda son los que se quedan. No seré demasiado cruel, porque se trata de una situación muy violenta y muchas veces no se sabe ni qué decir, pero hay que intentar ser algo más empático: muchas veces vale más un abrazo sentido que un discurso sobre el extraño sentido del humor de la vida, una caricia verdadera que rasgaduras de vestiduras, un dedo que seque una lágrima solitaria antes que auténticos dramaturgos ejerciendo.
Yo he perdido a varios familiares: primero mi abuelo paterno, luego mi madrina de una perra enfermedad, el cáncer,... pero mi época más oscura se produjo hacia abril de 2004, cuando en cuestión de cuatro días perdí a mi abuela materna y a un primo que no llegaba a los tres años; un viernes me enteré que mi primín había muerto tras sufrir durante más de dos años una enfermedad degenerativa. El lunes siguiente nos dejaba mi abuela, tras haber elegido que quería morir en su casa, donde nos había criado, desde donde escribo estas líneas. Yo estaba muy unido a mi abuela, no obstante me había criado y créeme, no fue fácil evitar que yo acabase siendo el gilipollas que prometía ser. De nuevo el cáncer. Alguno dirá que noventa y tantos años son muchos años, que depende de lo que se haya vivido; bueno, mi abuela había vivido una guerra civil, algún que otro levantamiento (para)militar, una guerra mundial, una dictadura,.... vamos, un auténtico documento vivo. Sin embargo, cuando estaba sufriendo con la morfina en el sofá de casa, reconozco que le pedí a Dios que, si no se iba a curar, se la llevase pronto con el menor dolor posible. Yo fui a buscar de madrugada al médico, yo vi cómo el médico certificaba su muerte y luego todo pasó muy rápido. Hacía tiempo que no lloraba así, no te creas que es fácil ser el único chico en la familia, la coraza a veces es difícil de mantener porque también tengo sentimientos.
Aún no lo he superado, más de dos años después, y eso es por no haber llorado todo lo que tenía que haber llorado en su momento, por reternerles, por no dejarles descansar. Desde entonces sonrío mucho menos, soy mucho menos expresivo, desde ese momento una parte de mi murió.
La muerte de alguien cercano es una experiencia a la que todos estamos abocados y que, sin embargo, nunca pensamos que pueda suceder porque, como siempre, no valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Ocurre, tan cierto como que anochece, pero pasa, tan real como que tras todo ocaso llega un nuevo amanecer. No se trata de olvidar, se trata de continuar viviendo, luchando, sintiendo, amando, porque eso es, ni más ni menos, lo que hubiese querido para nosotros. Por eso B., para que no te ocurra lo que a mí, para que no te encuentres dentro de dos o diez años triste por la ausencia, libera lo que sientes ahora, llora todo lo que tengas que llorar y, después, simplemente déjale ir.
Por mi parte, yo te daré ese abrazo sentido, esa caricia verdadera y ese dedo que seque tus lágrimas, ¿vale?
B. ha perdido un amigo en un accidente de tráfico. Lo repentino de la pérdida muchas veces no nos permite asimilar el dolor hasta tiempo después. Te pasará eso con toda probabilidad. Alguno puede pensar, bueno, un amigo no es un familiar, y yo le puedo contestar que todo depende de lo unido que te encuentres a esa persona, de la relación que se haya mantenido: hay gente que lloraría más por perder a un amigo que a un padre, no todas las familias son perfectas y la moda del divorcio cada 33 segundos o de la violencia en la pareja no se inició hace cinco años.
La vida es un ciclo, pero eso no hace menos dolorosa la pérdida. Lo que nos puede afectar sólo lo sabemos nosotros, y a veces ni eso. Muchas veces, en el tanatorio, en el cementerio, en los días siguientes al fallecimiento la gente te pregunta si era muy mayor, si lo esperabas,... pero poca gente te pregunta sobre cómo te sientes, se olvidan de que él o ella ya no están y que los que necesitan ayuda son los que se quedan. No seré demasiado cruel, porque se trata de una situación muy violenta y muchas veces no se sabe ni qué decir, pero hay que intentar ser algo más empático: muchas veces vale más un abrazo sentido que un discurso sobre el extraño sentido del humor de la vida, una caricia verdadera que rasgaduras de vestiduras, un dedo que seque una lágrima solitaria antes que auténticos dramaturgos ejerciendo.
Yo he perdido a varios familiares: primero mi abuelo paterno, luego mi madrina de una perra enfermedad, el cáncer,... pero mi época más oscura se produjo hacia abril de 2004, cuando en cuestión de cuatro días perdí a mi abuela materna y a un primo que no llegaba a los tres años; un viernes me enteré que mi primín había muerto tras sufrir durante más de dos años una enfermedad degenerativa. El lunes siguiente nos dejaba mi abuela, tras haber elegido que quería morir en su casa, donde nos había criado, desde donde escribo estas líneas. Yo estaba muy unido a mi abuela, no obstante me había criado y créeme, no fue fácil evitar que yo acabase siendo el gilipollas que prometía ser. De nuevo el cáncer. Alguno dirá que noventa y tantos años son muchos años, que depende de lo que se haya vivido; bueno, mi abuela había vivido una guerra civil, algún que otro levantamiento (para)militar, una guerra mundial, una dictadura,.... vamos, un auténtico documento vivo. Sin embargo, cuando estaba sufriendo con la morfina en el sofá de casa, reconozco que le pedí a Dios que, si no se iba a curar, se la llevase pronto con el menor dolor posible. Yo fui a buscar de madrugada al médico, yo vi cómo el médico certificaba su muerte y luego todo pasó muy rápido. Hacía tiempo que no lloraba así, no te creas que es fácil ser el único chico en la familia, la coraza a veces es difícil de mantener porque también tengo sentimientos.
Aún no lo he superado, más de dos años después, y eso es por no haber llorado todo lo que tenía que haber llorado en su momento, por reternerles, por no dejarles descansar. Desde entonces sonrío mucho menos, soy mucho menos expresivo, desde ese momento una parte de mi murió.
La muerte de alguien cercano es una experiencia a la que todos estamos abocados y que, sin embargo, nunca pensamos que pueda suceder porque, como siempre, no valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Ocurre, tan cierto como que anochece, pero pasa, tan real como que tras todo ocaso llega un nuevo amanecer. No se trata de olvidar, se trata de continuar viviendo, luchando, sintiendo, amando, porque eso es, ni más ni menos, lo que hubiese querido para nosotros. Por eso B., para que no te ocurra lo que a mí, para que no te encuentres dentro de dos o diez años triste por la ausencia, libera lo que sientes ahora, llora todo lo que tengas que llorar y, después, simplemente déjale ir.
Por mi parte, yo te daré ese abrazo sentido, esa caricia verdadera y ese dedo que seque tus lágrimas, ¿vale?