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Tratado de la introversión de un extrovertido
sábado, 17 de mayo de 2008
He tenido tres blogs en mi vida.

El primero fue muy simplón. Me cansé de él.

El segundo fue bastante famoso. Fui censurado por el Gobierno y lo cerré bajo amenaza de cárcel.

El tercero es este y sólo sirve para hacer daño, a mí y a la gente que amo. Por eso lo cierro.

No creo que vuelva a escribir en público. Gracias a todos por vuestro tiempo. Que os vaya bien.

Os dejo un post que escribí el pasado 3 de marzo. Un érase una vez que se era que redacté por si un día se acababa la magia, por si tras un 16 de marzo todo volviese a ser nubes negras, vacío y tristeza. No fue así, pero lo recupero en un día como hoy en el que todo el esfuerzo se va a la mierda y de nuevo se abre el abismo entre los dos extremos.


Érase que se era ... un frondoso bosque dentro de un angosto valle rodeado de cordilleras montañosas que siempre permanecían nevadas. Nadie conocía de su existencia, puesto que no había nacido aún el ser humano con suficiente valor como para escalar aquellas montañas heladas tan sólo por la curiosidad de saber qué es lo que habría más allá. De todas maneras, aún alcanzando la cima, el intrépido montañero no hubiera sido capaz de discernir nada, pues una densa niebla cubría aquel valle y sus longevos árboles.


Aquel bosque, posiblemente el más antiguo conocido, escondía un hermoso lago de forma prácticamente circular, con aguas totalmente cristalinas, y pequeños pececillos de colores que nadaban en el líquido elemento, sin importarles qué habría más allá de los límites de aquel enorme estanque. Sin embargo, el agua no se encontraba quieta, sino sumida en una constante serie de ondulaciones que un observador poco detallista hubiera atribuido a los peces. No obstante, si aquel observador casual hubiese mirado con algo más de detenimiento, tal vez se hubiese dado cuenta de que, en un rinconcito sombrío, sentada sobre una ramita de helecho, un pequeño ser se encontraba mirando la superficie de la laguna.


Se trataba de una hadita de puntiagudas orejas y alas transparentes; tenía la piel clara, pues de todos es sabido que las hadas no se dejan ver a plena luz del día y gustan de jugar entre las sombras del bosque, y un conjunto de diminutas manchas de un color marrón claro sucaban su rostro y su cuerpo. La hadita, de hermosa figura incluso para las de su misma especie, se encontraba sentada sobre una hoja de helecho, una planta que sólo se puede encontrar en lugares húmedos y resguardados del sol, y desde ella contemplaba con detenimiento la ondeante superficie del lago, pregutándose por qué nunca se quedaba quieta para poder ver su auténtico rostro.


Y es que la hadita llevaba años allí quieta, paralizada, esperando poder contemplarse y recordarse, ya que el tiempo y la vida habían querido que se sintiera sola, triste e incomprendida. Desde luego el aislamiento de aquel valle no la ayudaba a superar aquel trance.


Pero fíjate lo que son las cosas, una buena mañana un trovador que volvía de presenciar una batalla que se había desarrollado a muchas lunas de allí se perdió en mitad de un temporal de nieve, cerca de aquellas cordilleras heladas. Casi sin ver, casi sin darse cuenta, se metió en una gruta para esperar a que amainase la tormenta, acurrucado en un rincón para conservar el poco calor que le quedaba. Pero finalmene el frío pudo con él, y se quedó dormido.


Algo le hacía cosquillas. Perezoso, el juglar entreabrió los ojos, para ver una mariposa justo justo sobre su nariz. Ahora abrió del todo los ojos, sorprendido, y la mariposa aleteó dos veces justo antes de emprender el vuelo. El narrador de historias se incorporó, dándose cuenta de que ya no se encontraba en la cueva, sino en una especie de claro en el bosque, rodeado de una serie de monolitos de piedra que conformaban una figura circular. El trovador, que era una persona letrada, supo que aquello no era otra cosa que un antiguo lugar de culto de los druidas, personajes sabios que veneraban a la Naturaleza siglos atrás, y que si había sido transportado a aquel lugar debía de ser por alguna razón.


De pronto, un colibrí comenzó a revolotear cerca de la cara del muchacho, yendo y viniendo en la misma dirección. Daba la sensación de que quería ser seguido. El juglar no tenía ninguna opción mejor, así que comenzó a caminar tras el vivaracho colibrí, siguiendo una angosta senda a través de altísimos árboles que le rodeaban en todas las direcciones que alcanzaba su vista. Pronto, el trovador se encontró totalmente desorientado, pero el colibrí le seguía guiando, así que se hallaba tranquilo. No mucho después llegaron a un claro, y el colibrí, tras dar un par de vueltas alrededor del narrador, se despidió de él y se fue.


'Bien' -se dijo el trovador- '¿y ahora qué?'. 'Pero, ¡espera!, ¿qué es ese ruido?'


El trovador escuchó con detenimiento una especie de gemido procedente de unos arbustos, y se dirigió hacia ellos para investigar. Con sigilo, apartó las ramas de helecho justo para vislumbrar uno de aquellos seres que siempre habían adornado sus historias pero que nunca había visto con sus propios ojos: un hada. Y estaba triste, llorando, con las manos cubriendo su rostro.


Al principio se quedó un tanto atontado por el descubrimiento, pero pronto se dio cuenta de la tristeza que sentía aquel hermoso ser, de manera que para no asustarla decidió coger su laúd y tocar una antigua canción que le había enseñado un compañero del norte por unas pocas monedas en una taberna de la que ya ni recordaba su nombre. Tocó el primer acorde, y el hada se sobresaltó, se giró y se le quedó mirando. Hubo un momento de silencio. El segundo acorde vino al aire, y la hadita le miraba con una mezcla de curiosidad y atención. Finalmente, el tercer acorde sonó y el trovador empezó a cantar aquella dulce balada, observado por el hada. Cuando terminó, ambos se miraron durante largo rato, en silencio.


El trovador preguntó, de pronto, 'Hadita, ¿por qué llorabas?'


El minúsculo ser replicó 'Lloro porque estoy triste. Lloro porque me siento sola, y nadie comprende mi dolor. Lloro porque no puedo recordar cómo era cuando no era así. Y ni siquiera el lago me deja verme, a pesar del tiempo que llevo aquí espeando a que sus aguas se calmen'


De manera que el juglar contestó 'Hadita, ¿puedo acercarme para comprobar que realmente el agua se mueve sin parar?'


El hada afirmó. El trovador se acercó para comprobar que, efectivamente, el agua se movía, en círculos concéntricos. Pero al observar mejor, se dio cuenta de que esos círculos se iniciaban justo debajo de la hoja de helecho donde el hada se encontraba, y se acercó para comprobar, sorprendido, que gotas de rocío se deslizaban por la hoja de helecho hasta su ápice justo para entonces caer al agua y romper su armonía, generando aquellas ondas. Y digo sorprendido, porque era mediodía y todo el mundo sabe que las gotas de rocío se forman al alba.


'Hadita' -dijo el muchacho- '¿de dónde salen estas gotas de rocío?'


'No son gotas de rocío' -contestó ella- 'se trata de mis lágrimas que caen sobre la hoja'


'¿Y sueles estar siempre triste?


'En realidad lloro aquí, a escondidas, casi siempre'


'Hadita, hermosa hadita, ¿no te das cuenta de que son tus propias lágrimas las que no te dejan verte reflejada? Mira ven, dame la mano, vamos a verte desde este otro sitio'


El hada al principio temerosa y luego temblorosa, le cedió su manita al trovador. Ambos se acercaron al borde del lago. Ya no había lágrimas que rompieran la tranquilidad del agua, y el hada al fin se vio reflejada, y se recordó. Y recordó la causa de que estuviera triste, pero también los motivos que la hacían feliz, y se dio cuenta de lo hermosa que era, que sus lágrimas no la habían dejado vivir todo este tiempo. Y miró de nuevo al trovador, con una cálida mirada, y le sonrió. Era la primera vez en siglos que la hadita sonreía, o al menos eso le parecía, pero lo hizo de una manera tan natural que le pareció hasta normal.


Érase una vez que se era una hadita y un trovador que por cosas del destino se encontraron en un lago. Érase una vez que se era...








 
posted by Sam at 5:42 p. m. | 17 comments

Tengo muchos artículos que nunca publicaré. Artículos que escribo golpeando el teclado con rabia, arrancándome jirones del alma con cada una de las pulsaciones. Frases que necesitaba escribir como mecanismo de poder contárselas a alguien, aunque fuese a mí mismo, y liberarme de una carga tan pesada. Ilusiones destrozadas, falsas promesas, palabras que calman en el momento y luego simplemente resultaron ser eso, palabras. Mi mirada triste, perenne, buscando el estúpido infinito, con unos ojos sabios pero agotados de tanto buscar sin encontrar, de tanto emocionarse con el otro sin recibir ni una pequeña parte.

Lo cierto es que cada vez que me siento triste, escribo uno de esos artículos. Quizá un lector avispado pregunte por qué no escribo cuando estoy alegre; la respuesta es sencilla, son tan pocos los momentos de felicidad que me ha tocado vivir que estoy demasiado ocupado paladeándolos. Mis disculpas.

Hoy no estoy triste, por eso publico este artículo. Me debato entre estar decepcionado y confundido. Harto de que la gente se ponga la careta a mi lado o me use como una marioneta abusando de mi buena voluntad. Cansado de la falta de coherencia de gente que aprecio, que admiro. Y la gente que yo admiro la cuento con los dedos de una mano. Y creo que alguno de esos sobra. Lo único que parece ser una constante es que cada vez que me emociono con algo, se me deshace en las manos a las primeras de cambio. Con lo que me cuesta conseguirlo. Con lo que me duele cada trocito de mí que muere para siempre en estas circunstancias... Las palabras también pueden matar, ¿quién dijo que no?

Dicen que uno se encarna en la siguiente vida en algo mejor o peor en función de lo que fue en la anterior; yo creo que en la anterior debí hacer desdichada a mucha gente, y nada de lo que haga en esta lo cambiará. Supongo que mi próxima reencarnación, o lo que sea, disfrutará de mis esfuerzos. Que te aprovechen, jodido.


Me pasa por tonto. No, la palabra es gilipollas.
Bah.






 
posted by Sam at 1:09 a. m. | 3 comments
lunes, 12 de mayo de 2008


En cierta medida, mi vida ha sido una constante superación del fracaso. Podemos decir que he triunfado en tantos aspectos como en otros he fracasado y nunca fui totalmente culpable de mis errores ni tuve todo el mérito de mis aciertos. Soy una persona sin apellidos famosos, procedente de una familia modesta.

Posiblemente me viene de parte de madre lo trabajador que soy. Siempre me he levantado antes que el sol y me he acostado después de un buen porrón de horas, asumiéndolo como algo normal. Pero creo que fue al inicio de mis estudios universitarios cuando me di cuenta de que en la vida hay dos formas de conseguir las cosas: ganándoselas o pagando por ellas. Pues bien, es tradición familiar ganarse las cosas, quizá porque nunca pudimos pagar por ellas, quizá no.

Efectivamente, fue en mis años universitarios cuando me di de morros con la gélida realidad de que, por mucho que me esforzara, nunca sería tan bueno sobre el papel (que es lo que cuenta) como aquellos bien conectados, aquellos que perdían su personalidad para dar gusto al profesorado, aquellos hijos de papá o mamá (o de otra cosa que se me ocurre ahora mismo) que daban lugar a que todo mi trabajo no sirviese de nada. De algún modo, parte del sistema corrupto que corroe las entrañas de la sociedad actual: su único mérito era ser.

Y así han ido pasando los años. Creo que si hay algo que de verdad me jode, me saca de mis casillas y me da vueltas de campana al estómago es que alguien, cuyo único mérito es ser, tire por la borda todo mi esfuerzo -esfuerzo que he de realizar por el simple hecho de no ser- para conseguir algo. Y, sinceramente, el regusto que me queda en la boca es bastante amargo, sabe a derrota, y me hace dudar de mis propias capacidades. Cuando menos, resulta tremendamente injusto.


Aunque en mi familia sea tradición levantarse una y otra vez para superar las adversidades.

 
posted by Sam at 12:42 a. m. | 14 comments
viernes, 9 de mayo de 2008

Joya más preciada del mundo. ¿A quién no le gusta el brillo y la forma de un buen diamante?


A pesar de ser una de las gemas más deseadas, casi nadie invierte tiempo y dinero en encontrar diamantes al no ser rentable, puesto que el laboreo de las minas es muy costoso: hay que eliminar la tierra y piedra que cubre la arena diamantífera, hay que extraerlo y hay que lavarlo. Después de eso es necesario pulirlo con mucha paciencia para que brille con intensidad y con toda su belleza. Es por eso que la gran mayoría prefiere invertir sus recursos en joyas de menor valor, aunque el resultado final que obtengan no sea tan especial y exclusivo.


Dureza: diez en la escala de Mohs (máximo valor posible), lo que se debe a sus enlaces carbono-carbono muy estables en química, y a su disposición en la estructura: forma una pirámide perfecta. Un diamante es muy resistente a las agresiones externas, casi indestructible. Nada puede hacerle daño, salvo otro diamante o bajo un calor demasiado intenso. No en vano, para que aparezca un diamante éste tiene que haber estado sometido a condiciones extremas durante mucho tiempo, normalmente una presión elevadísima.


Refracción de la luz: posee un alto índice de refracción. Un diamante cautiva por sus destellos. El grado de la belleza del diamante depende, en gran medida, del tallado y pulido de la pieza. Por su extrema dureza, el diamante sólo puede pulirse con otro diamante, y resulta fundamental tanto el potencial del diamante en bruto como la mano del artesano que lo pule.


Aplicaciones: obviamente, el diamante no sabe lo valioso que es, pero gracias a que existe se pueden pulir otros diamantes o piedras de menor dureza, mejorando su diseño y utilidad. Se puede decir que gracias a un diamante, otras piedras preciosas pueden dar de sí toda su belleza.


 
posted by Sam at 4:29 a. m. | 4 comments