Un buen (¿?) día descubrí que ya no conocía esa partitura, ni el pentagrama eran líneas rectas. Alguien o algo me había cambiado la clave, y ni siquiera me había dado cuenta. Perdí el rumbo, quizá porque me quedé sin musa. No, no me refiero necesariamente a una persona física, mi musa puede ser cualquier cosa o persona, pero sólo puede ser una cada vez. Llámalo monogamia inspiracional, si quieres.
Hubo un tiempo en que mi instrumento estaba afinado, y el virtuosismo brotaba de todo cuanto hacía. Quizá la culpa es mía, tal vez yo maté al músico que llevo dentro, o lo encerré tan profundamente que sólo deja ver unas gotas de genialidad cuando me siento solo, con la mirada cansada frente a mi portátil y me evado, dejando surgir solas las palabras a través de mis dedos, cual surrealista, palabras que de otra manera nunca saldrían de mi boca.
Algunos lo llaman introversión.
Muchos días me levanto y me siento como los músicos del Titanic, tocando su mejor pieza mientras se hunde el barco. Un barco enorme, lujoso, pero tan frágil como los demás barcos. Otras veces pienso que sólo soy un torpe con una pandereta, completamente descoordinado y sin sentido del ritmo. Y, en ese momento, la rabia se apodera de mí e intento retomar el control del timón, busco la pluma que me permita seguir anotando lo que yo quiera en esa partitura.
Nunca pensé que la duda me asaltase pero, ¿y si jamás encuentro esa pluma?