En la vida hay cosas que no tienen solución y otras que sí. Qué listo, dirás, te habrás quedado calvo para llegar a esa conclusión. No te alejas demasiado de la verdad.
Dicen que hay un viejo proverbio indio que dice "si tu problema tiene solución, ¿para qué preocuparte? y si tu problema no tiene solución ¿entonces para qué preocuparte?". Sea como sea, no se tú, pero al menos yo necesito siempre tener algo en mente, algo que me genere ansiedad, que me cause inquietud, algo que me haga pensar que el problema anterior era más sencillo que éste, que me suponga un reto. En caso contrario, no soy yo.
La vida tendría que ser mucho más sencilla, debería consistir en disfrutar de tu gente, compartir tu tiempo con aquellos que no tienen esa gente y alegrarse con cada amanecer y con cada atardecer. Sin embargo, ya no prestamos atención a la cosas pequeñas y vivimos del aparentar. No nos importa que las luces de la ciudad no nos permitan ver las estrellas; sí, hay más de diez o doce, te reto a que lo compruebes en una acampada. Nos llega tanta información a la vez que no sabemos discriminar las cosas importantes de las que no lo son. Volvemos a la Grecia antigua y sólo nos interesa la belleza externa, pero al menos los griegos cultivaban también la mente -que se lo digan a la audiciencia de la telebasura-. La ambición no tiene límite y siempre deseamos más y más, de lo que sea. Y, cuanto más tenemos, más nos frustramos porque nos damos cuenta de que somos menos felices.
El indio que creó aquel proverbio no vivía en el mundo occidental actual, seguro, porque el problema de la búsqueda de la felicidad es, precisamente, que no sabemos si tiene solución. Y esa ausencia de rumbo en nuestras vidas sí que debería preocuparnos.
Dicen que hay un viejo proverbio indio que dice "si tu problema tiene solución, ¿para qué preocuparte? y si tu problema no tiene solución ¿entonces para qué preocuparte?". Sea como sea, no se tú, pero al menos yo necesito siempre tener algo en mente, algo que me genere ansiedad, que me cause inquietud, algo que me haga pensar que el problema anterior era más sencillo que éste, que me suponga un reto. En caso contrario, no soy yo.
La vida tendría que ser mucho más sencilla, debería consistir en disfrutar de tu gente, compartir tu tiempo con aquellos que no tienen esa gente y alegrarse con cada amanecer y con cada atardecer. Sin embargo, ya no prestamos atención a la cosas pequeñas y vivimos del aparentar. No nos importa que las luces de la ciudad no nos permitan ver las estrellas; sí, hay más de diez o doce, te reto a que lo compruebes en una acampada. Nos llega tanta información a la vez que no sabemos discriminar las cosas importantes de las que no lo son. Volvemos a la Grecia antigua y sólo nos interesa la belleza externa, pero al menos los griegos cultivaban también la mente -que se lo digan a la audiciencia de la telebasura-. La ambición no tiene límite y siempre deseamos más y más, de lo que sea. Y, cuanto más tenemos, más nos frustramos porque nos damos cuenta de que somos menos felices.
El indio que creó aquel proverbio no vivía en el mundo occidental actual, seguro, porque el problema de la búsqueda de la felicidad es, precisamente, que no sabemos si tiene solución. Y esa ausencia de rumbo en nuestras vidas sí que debería preocuparnos.